El horizonte se mece bajo el sol como un mar de olas que me encandila con su aroma veraniego. No sé si es por el atardecer que recae sobre los campos de secano, o por el misterio que desprende la inmensidad de sus extensiones, pero me siento hechizado. Ese tono amarillento predomina por doquier, transmitiéndome una sensación que ni yo mismo sé expresar. Algún misterio ha de tener estas tierras de Castilla, pues he hallado aquí una belleza que ha superado a los terrazgos del sur y a los verdes prados del norte.
Los rayos de luz terminan por perderse a la distancia, y junto a ellos, los contornos de los pueblos que de vez en tanto muerden la soledad que estas tierras siembran. Como adolescente de ciudad que soy, me es imposible imaginar lo que debe ser vivir en estas tierras de soledad, pero juraría que no me importaría formar parte de los secretos que han de ocultar.
Termino por quedar embobado frente al cristal que me separa de tan desolador panorama, cauteloso de perder los estribos del riego de mis emociones, tan despistadas como el temprano atardecer, que a la víspera de la noche dibuja en el cielo un rosado lienzo. Por primera vez en mucho, no son mis rabietas de adolescente las que me tienen abrumado, sino las sensaciones que me invaden al contemplar todo este sin fin de horizontes. No sé ni cómo me siento, pero si de algo estoy seguro es de que si la casa en la que me hospedo este fin de semana, se encuentra en esta comarca, entonces, tendré mucho de lo que hablar.
Y es que por una vez, la suerte me sonríe, siendo un giro brusco en el volante el que me da la buena nueva. La carretera se pierde tras el camino que dibuja la grava, un camino cuyo traqueteo me provee excitación, pues me recuerda al desamparo que ha de yacer en este lugar. Encogido por la emoción, bajo la ventanilla y siento cómo el rural paisaje me habla a través de la brisa que mece la vida del campo. Dejo que me susurre a los oídos, y lo que escucho me deja atónito.
Paseo por el bosque las tardes de otoño, recordando el misterio que sentí hace veinte años, un misterio que aún no se ha ido. En su día pensé que lo desconocido sobrepasaba a lo real, pero quince veces después, me doy cuenta de que cuando un lugar es especial, el misterio nunca se desvanece. Puedo sentirlo en el suave aroma a pino que recorre mi cuerpo cada vez que respiro, en el ulular de la natura cada vez que escucho, en el crujido de las ramas cada vez que ando, y en la bóveda de luz y sotobosque cada vez que alzo la mirada. Es cuando salgo del bosque, que veo cómo esos tejados se asoman tras el movimiento de los árboles, alzándose como el mayor enigma que pueda sobrecoger a una persona. ¿Una casa en perfectas condiciones varada en la nada? —me pregunté la primera vez que vine. A día de hoy, sigo preguntándome cómo es posible.
Se me entrecorta la respiración sólo de pensar en lo afortunado que soy de encontrarme aquí, caminando hacia el riachuelo en el que las orquestas de sapos regalan los más tiernos de los momentos. Es entonces cuando se adivina un humilde puente, un puente por el que nunca me canso de pasar. No sé si es por el blandir de la madera bajo mis pisadas, o si es por el tribal aspecto que adormece a mi espíritu más contemporáneo, pero sea como fuere, siempre se me hace demasiado corto. Y lo mismo me pasa con el transcurrir de los días cuando me encuentro aquí. Son tan efímeros como el caer de las hojas en el otoño, mismas hojas que llueven desde las resbaladizas tejas y las bailarinas ramas de los árboles, mismas hojas con las que jugué la segunda vez que vine, allá por mis trece, mismas hojas por las que me revuelco con mi mujer de vez en tanto, mismas hojas que ahora tiñen la finca de ese naranja otoñal que va a juego con las cálidas fachadas de las dos casas. Oh, las casas. Sólo el contemplarlas entumece a mis emociones, pues sólo el contemplarlas me transporta a recuerdos de vidas que no me pertenecen. Mi padre ya me lo dijo cuándo vinimos por primera vez. Recuerdo a la perfección cómo el estrellado cielo nos acompañó en la historia que me contó, una historia que se remontaba a hace más de trescientos años.
Este lugar está lleno de vida, y cuando me encuentro en él, siento que yo también lo estoy. Ojalá hallara mejores palabras para explicarlo.
Sin embargo, cuarenta años después, sigo sin hallar las palabras. Tan sólo puedo disfrutar del cobijo que ofrecen sus paredes cuando el trémulo invierno que aflora en Castilla silba sobre mis ancianos huesos. Puedo sentir ese cálido recibimiento que me llena de jovialidad, esa anaranjada piedra que titila a la luz de la chimenea mientras les cuento historias a mis nietos, y ese peculiar abrazo que me ofrecen las sábanas cuando después de un día rural y familiar, me dispongo a dormir, triste de pensar que un día más se ha acabado, pero satisfecho de pensar que ha sido un gran día. Si me tengo que quedar con algo de este sitio, después de todas las veces que he venido, es que el tiempo se concibe de una forma distinta. Se revalora, pues cada segundo que pierdo, es un segundo que no podré aprovechar para disfrutar de toda esta magia que envuelve a mi ser.
Y fue el mismo tiempo el que despojó a mi padre de la oportunidad de saber cómo se sentía. Él siempre solía decir que cuando venía aquí, sentía algo que no era capaz de explicar. Yo ahora siento alegría, pues ver la tumba que yace justo al frente de la Ermita, me recuerda a que mi padre tenía razón al decir que este lugar cuenta historias, y ahora contará la suya.
Un último respiro me despide del mágico aire primaveral de la finca, y una última mirada cava sobre mis sienes la hermosa imagen de las casas y toda la naturaleza que gira en sintonía con ellas.
El traqueteo de la grava cesa, y en su lugar, aparece una suave llovizna que convierte al cielo azul en un mar de nubes. Dejo que la carretera me reciba con su peculiar misterio y desamparo, y continúo conduciendo hacia el tormentoso atardecer cuando un repentino rayo de luz forma un claro entre el nebuloso cielo. Me deslumbra, pero más me deslumbra el reflejo que proyecta sobre los amarillentos campos que limitan con la carretera. Por primera vez, me detengo a contemplar sus largas extensiones, y me percato de que lo que hace tan hermoso a este lugar es el predominio de ese color. Es ámbar. De alguna forma, penetra en mi ser del mismo modo que el rojo lo hace sobre mi pasión. Sin embargo, este color me hace sentir distinto. Me hace querer desear ser mejor de lo que a veces soy, me hace querer ser yo mismo.
Ahora entiendo cómo se sentía mi padre, y es ahora que me doy cuenta de que yo, siempre me he sentido igual cada vez que venía aquí. Éramos nosotros mismos.
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